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Soy un cronista de mi tiempo
IGNACIO ITURRIA

Fotos Chino PAZOS

Doble Altura Deco visitó al artista Ignacio Iturria en su propio universo. Su hogar, su atelier, Casablanca y la Fundación Iturria fueron el marco de una producción y una distendida charla transcurrida en una fría tarde de invierno, que con mucho placer compartimos en esta edición.

El ambiente no puede ser más propicio para dejarse contagiar por la pasión de pintar y al mismo tiempo recorrer los espacios en los que convive una familia entera al ritmo de la creatividad. Después de un rato, no sorprende escucharlo a Ignacio Iturria hablando en plural, como si sus hijos, su esposa y sus colaboradores fueran una entidad indivisible. Y eso es algo que se percibe: pareciera que cada uno está allí como parte de un engranaje de la más fina relojería, haciendo que este universo funcione en perfecta armonía. Incluso los objetos tienen alguna función o toman vida propia para hacer que cada espacio cuente una historia. ¡Y no solo propias! Mantiene intacto y libre de capas de pintura unos trazos que el pintor cubano José Bedia realizó en una de las paredes del comedor ilustrando al hombre en una constante búsqueda de sí mismo. Esta historia ocurrió en oportunidad de la visita de Bedia a su casa para exponer en la fundación. Los dibujos conviven con el Willow (uno de sus cuadros más famosos que tiene un lugar especial en la casa), ramos de Marcelas de diversas procedencias y un tocador antiguo.

El lugar está físicamente conformado por la residencia familiar, el atelier, Casablanca y la Fundación Iturria, que alberga de forma permanente obras del artista. “Esto está dividido entre Casablanca y la Fundación.
Primero fue Casablanca, después compramos el terreno de al lado y poco a poco se fueron armando ramificaciones. Fue como un contagio, se metieron la familia y los amigos, y así se dio como cierta continuidad”.
Mientras nos cuenta el orden del desarrollo arquitectónico, piensa en voz alta que eso le pasa bastante “las cosas se van dando” dice, mientras parece hilar una serie de acontecimientos en su mente. “No es que yo me propuse hacer Casablanca o armar una Fundación, todo sucede como por un efecto contagio. Acá viene un jardinero y se va pintando” concluye. A propósito de estas últimas líneas nos relata una historia digna de un guión de cine. “Teníamos un jardinero que era esposo de la cocinera. Ella un día me trae sus cuadros; yo no entendía que era. La mujer se llevaba los pedacitos de las pinturas que yo dejaba, y el tipo había aprendido a pintar mirándome por la ventana de noche, porque era, además de jardinero, sereno. Lo que me mostró tenía un estilo supermístico, aparecía la familia, aparecía yo… Lo interesante es que el hombre aprendió a pintar por una ventana”. Esa es para él una constatación de ese contagio, “es una cosa en la que yo no participé directamente, no le enseñé”, como mostrándonos que el arte tiene esa fuerza expansiva que por sí mismo puede llegar a lugares insospechados.

 

 

Como decía un amigo ‘¡no te pongas al
lado de Iturria que te pinta!’

 

A Ignacio Iturria lo conocemos como pintor, escultor e incluso como investigador que ha pasado por varias facetas, pero también parece ser un apasionado coleccionista. Nos interesa saber que lo motiva, ¿es un hobbie o una inspiración? Y el nos responde con otra pregunta: “¿Juntar cosas? Cuando yo nací, en el tiempo en que viví, las cosas no eran descartables. Al revés, todo te daba ganas de tenerlo y cuidarlo; lo valorábamos de otra manera, porque si tenías suerte de tener un autito lo tenías toda la vida.
Eso me hizo ponerle un afecto especial a las cosas, enseguida me encariño con los objetos que no necesariamente iría a comprar”. Recuerdos de viaje, cosas que va juntando y que luego de un tiempo se transforman en soldaditos o juguetes que están presentes por todos lados, incluso en sus obras. Dice que no se considera coleccionista, pero mientras piensa en la respuesta comenta que “estaría bueno hacer un día una exposición, porque tengo mesas llenas de juguetes y abajo del caballete en el que pinto también. Con el tiempo van quedando todos enchastrados, salpicados de colores, y cobran otra vida entrando dentro de mi mundo”. Esos objetos que va atesorando le traen recuerdos de épocas de gran regocijo como artista “como decía un amigo en Cadaqués ‘¡no te pongas al lado de Iturria que te pinta!’”
Todo lo que lo rodea está intervenido intencional o descuidadamente, el mate, el termo, la ropa y todo lo que esté en el entorno donde despliega su arte.

 

Alfombras, almohadones y la mesa de centro entre otros objetos (de Fez) componen un living de buenas dimensiones, y totalmente expuesto a la vegetación del jardín con árboles adultos y una secuencia de pórticos de madera dura que genera una suerte de galería bajo diversas trepadoras y enredaderas. La sombra que arroja el conjunto de estos elementos otorgan un cálido entre luz al sector social de la casa.

 

El estar es tan cotidiano como íntimo, donde el verde secuela por los grandes ventanales que ofician de pulmones de estos espacios interiores. En uno de ellos una garza de madera recorta su esbelta figura. Se la regaló el artista Miguel Herrera, quien durante mucho tiempo, pintó o representó animales autóctonos de la fauna de ríos y arroyos de todo el Uruguay.

 

“Un detalle de un cuadro, son como fotos carné y los números tiene relación con la cédula: esa serie de números en la que te encasillan y te clasifican. Hay un David también. Esos los hice con una plancha de impresión de hierro que era del semanario Marcha”, señalando otro de los cuadros que protagoniza el comedor de su casa.

 

Cadaqués, un antes y un después
Cadaqués y la alusión a la frase de su amigo, nos hace indefectiblemente llevarlo a recordar ese lugar en el mundo que figura en su historia de vida como un momento particular que se vio ref lejado en la técnica y en el manejo del color. “Esa fue la primera decisión importante, y más en aquel entonces que viajar era irse lejos. Hablar por teléfono era un lío, tenía que juntar doscientas moneditas para ir a llamar. Y ayer justo me acordaba de la famosa frase: ‘bueno, voy a cortar que me va a salir carísimo’. Los que son de esa época lo recordarán” resume de una forma cotidiana su paso por uno de los pueblos más célebres de España, que comenzó en 1977 y duraría una década la primera vez.
“Lo único que yo quería era irnos con Claudia (su esposa) un año, en principio. Quería ir a las fuentes, porque la pintura que yo había recibido a través de los libros venía de ahí. Quería estar en el sueño que me provocaban los paisajes, el impresionismo y toda la pintura que había visto. Entonces me fui a ese pueblo blanco, lleno de luz, donde hasta el mar era distinto. Yo llegaba de un lugar donde el agua es marrón y me encuentro con un mar transparente, azul e impresionante.
La propia luz del mediterráneo y el paisaje de Cadaqués que lo tiene todo, y además tiene perspectivas”. En medio de sus recuerdos hace una analogía con el parecido de esas perspectivas y las de la rambla montevideana: “vos te ponés en un lugar y ves como zigzagueando los paisajes. En Cadaqués tienes el mar, el pueblo, una montaña inmensa y todo ese cielo en permanente movimiento, donde juegan las nubes y donde el viento de la alta montaña es muy importante”, recuerda con imágenes y sensaciones muy nítidas su primera estadía en ese rincón del Mediterráneo.
Respecto al manejo del color -que es una de los cambios más fácilmente constatables en su obra- cuenta como fue el proceso: “llegué como una persona que estaba más bien inf luenciada por colores opacos, más melancólica, con las inf luencias de lo que se estaba viviendo acá. Un poco del taller de Torres, pero también una inf luencia de lo que vivía el país. Estábamos oscuros”, sentencia. Llegar a España implicó un encuentro con la democracia, con todo el mundo festejando, y se tuvo que adaptar a eso. “Me pasó que tuve suerte de encontrar un galerista a través de un pintor que me hice de amigo. Vino a ver mis cosas y me dijo “yo con esto no puedo hacer nada”. Entonces ahí le pedí un plazo y me puse a sacar los marrones, a no delinear y a volcarme a una pintura que pudiera seducir. Y lo tenía todo, porque yo estaba seducido por lo que es el paisaje de un lugar en el que viví 10 años”.
A Cadaqués volvió después dos veces más, pero no volvió a pintar su paisaje. “Después me di cuenta que el paisaje estaba ahí y lo que cambiaba era mi mirada. En un principio yo lo miraba con ojos seducidos por la belleza, y me daba cuenta como en la pintura y en tantas cosas más es tan importante lo que ves, la percepción”. En su pintura, Cadaqués fue como esa entrada al color, “son materias que no había dado y todavía sigo explorando”.

El arte, el espacio y las nuevas tecnologías
Es casi imprescindible preguntar a qué se corresponde ese cambio en los tonos de sus obras. Profundizamos preguntándole si son etapas de la vida, momentos, lugares o personas las que provocan esa inmersión en una paleta más amplia. “En aquel entonces el mundo no se veía a color. Ahora tenemos las computadoras y los teléfonos, que hacen que ese color sea insuperable. Nunca pensamos que iba a existir una luz tan diferente. Si uno pone un cuadro de Matisse o de cualquiera de los mejores coloristas al lado de la tele, los colores se ven opacos. Todo este color computarizado hace que todos tengamos una percepción diferente de las cosas, tal vez inventada, porque esa luz no es real, pero sin dudas produce un cambio del enfoque”.
La charla misma nos llevó al tema de la tecnología y nos da curiosidad saber cómo se relaciona con ella. Si acaso lo hace a un nivel de usuario o va más allá buscando inspiración. “Como todo el mundo, te dejas llevar y te vas metiendo en el Facebook y buscas cosas en Google. Ahora me regalaron un Ipad pero voy despacio, sigo prefiriendo pintar un cuadro que estar apretando botones. Dejo que la tecnología me entre lentamente, pero exploro” cuenta el artista. Y aclara que incluso valora la facilidad enorme que te da el teléfono, que nos ha convertido a todos en fotógrafos, dándonos la posibilidad de documentarlo todo y verlo al instante. “Antes sacabas una foto y tenías que esperar quince días para tenerla. Lo que hago con los chicos, con la gente que aprende a pintar es decirles: usen el celular, tomen fotos. Cuando vos arrancas un cuadro tomale una foto y anda registrando lo que vas haciendo, para ir visualizando el progreso, y cuando ves el resultado final por ahí decís tenía que haber terminado acá o tenía que haber seguido”. Lejos de sentirse invadido o incómodo con la tecnología, la vive de una forma muy natural y disfruta de sus aportes al proceso de aprendizaje y registro de las artes.
Mientras hablamos, suena desde otra habitación la música de un taller llevado adelante por uno de sus hijos. “Sí, sí, en Casablanca las cabezas son mis hijos Nacho, que es un músico importante, y ese taller está a
cargo de él que invita a músicos como Mandrake Wolf a participar; después está Carmela que está a cargo de la organización de lo que tiene que ver con pintura, y Antonia que está en la parte de la Fundación, llevan mi obra y organizan cosas, como montar exposiciones afuera. Ella (Antonia) además es fotógrafa y da clases de fotografía, aunque en realidad es abogada, pero cualquiera que pase por acá lo deja todo y se dedica al arte” concluye en ese plural tan característico de su mundo, en el que su esposa es asistente incondicional.

 

Continúa reflexionando sobre su elección y su forma de vida. “Hay algo en un artista que es muy particular, si lo hace desde un lugar de felicidad o como forma de encarar la vida, contagia las ganas de probar, porque estás trabajando contigo mismo, estás encontrando una forma de comunicarte con los demás mucho más prolija y potente que el encuentro diario que es efímero. El pintor hasta que no tiene terminado lo que quiere decir no lo saca”.
El proceso de realizar una obra de arte es muy particular, y nos preguntamos ¿cuándo siente él como artista que un cuadro está terminado? “Uno empieza con entusiasmo y te vas metiendo en el cuadro y lo vas dominando. Es como un recorrido suave, que luego llega a una cúspide y empieza a af lojar, te apartas de él, lo sacas de enfrente y lo dejas ahí con posibilidades de en algún momento volverlo a tocar. Hay muchos cuadros que tengo guardados que no están terminados 100%, fueron un impulso”.

 

El espacio que habita y en el que pinta son producto del trabajo del arquitecto Bani Hughes que sobre comienzos de los 90 supo captar y diferenciar, por un lado, las necesidades familiares para proyectar la casa, y por otro, el espíritu artístico de Iturria para generarle un atelier donde refugiar sus pinturas, pinceles y lienzos -y lo más importante- el sentido de pertenencia que él deseaba y que hoy resume en la frase “yo siento que ésta es mi casa”. El atelier se construyó primero en el predio que adquirieron en Carrasco Norte y 5 años después tomó forma la casa, que está separada de su área de trabajo por un frondoso jardín. Esta edificación está jugada a la gran altura protagonizada interiormente por una imponente cercha estructural y su correspondiente revestimiento de madera por debajo de la cubierta liviana; la que da al exterior, con un dejo decontructivista, que siguió seguramente la tendencia rupturista de los techos signada por los movimientos de diseño arquitectónico europeos en la última década del siglo XX. Iturria por su parte, quiso incorporar algo de los albores constructivistas de la historia y encargó una silla inspirada en la Bauhaus, considerada la primera escuela de diseño que fuera fundada por Walter Gropius en 1919 en Weimar, Alemania.

 

Reconocimiento internacional
Muchos de los cuadros de Ignacio Iturria han ganado premios importantes. Entre otros, en la Bienal de Cuenca en 1994, en la Bienal de Venecia, donde obtuvo el Premio Casa di Risparmio en 1995, la Bienal de San Juan de Puerto Rico en 1997 y la Bienal del Mercosur en 2001; año en que
obtuvo además, el Premio Figari. En medio de todos esos acontecimientos va ganando fama internacional y obteniendo el reconocimiento de los circuitos más importantes de las artes plásticas en ciudades como Nueva York, además de recorrer muchos otros países del mundo.
Todos estos premios y reconocimientos significaron grandes avances en su carrera, demostrando que su pasión no tenía límites creativos ni geográficos.
Y nos preguntamos si esas obras son diferentes a las del trabajo de todos los días, si acaso el artista al plasmarlos los sintió de una manera particular.
Contesta rápidamente “no, la verdad que no. Me acuerdo cuando gané la Bienal
de Cuenca, no pensaba mandar nada, pero estaba con un impulso creativo muy fuerte y en una noche pinté los dos cuadros que mandé. No es que fue una improvisación, fue como un resumen de lo que ya estaba haciendo. Como soy de ejecución rápida lo pude hacer, sin pensar si me iban a dar un premio o no. Tuve muy claro lo que estaba haciendo. Si esos cuadros son mejores o son peores, no lo sé, para algunos sí, para otros no. Se me hace muy difícil elegir, pero sí, tengo algunos cuadros que los miro y digo: este es un cuadrazo. Un Willow que tengo en casa (ganador en la Bienal de Venecia), hemos decidido no venderlo. Tiene un valor emocional importante y ya es parte de la casa, está como inserto en la pared”. Continúa diciendo “igual creo que los cuadros no son para guardarlos, tienen que circular. El cuadro es un diálogo que con el tiempo te hace sentir un retorno, aunque pareciera que un pintor no tuviera ese retorno, sí lo tiene”.

 

 

Universo Iturria
La pintura de Ignacio Iturria ha tenido desde sus inicios una concepción muy humanista. Los hombrecitos, las mujercitas, las figuras, toda una simbología con representaciones diversas y también sus orígenes. Todo eso lo ha conectado mucho con los espectadores, con la gente en general.
“Soy como un cronista de mi tiempo, haciendo un mundo paralelo. Se dice que son hombrecitos, pero para mí son soldaditos, y tengo millones, al que yo quiera. Entonces no pintas para alguien determinado, pintas para el encuentro con las personas, y la gente con el tiempo acepta ese diálogo y lo valora” concluye con determinación.
Entrar a Casablanca, a la Fundación Iturria, a la casa o a su atelier es entrar de alguna forma a un “universo” que funciona con una lógica diferente a la vida fuera de sus paredes. Entre esas características particulares están sus horarios de trabajo: reglas sin reglas. “Soy totalmente nocturno, aunque he pintado de día también. La noche te llama, alguien dijo que el insomnio creo la cultura. Yo siempre sentí que a las 4 de la mañana estaba totalmente lucido y creativo. Hablando con un médico chino, me dijo que para los chinos entre las 3 y las 5 de la mañana toda la energía pasa por el pulmón que es un órgano que tiene la característica de movilizar la memoria. Uno es memoria, y ese es el horario en que te conectas más intensamente contigo mismo. Y ahí dije, bueno, por algo me pasaba a mí que a esa hora estaba tan inspirado”. En cambio, cuando empieza el día, siente que despertó el mundo y empieza todo el nerviosismo, la movilización de la gente, el trabajo y las rutinas.
“El amanecer a todo el mundo le gusta, pero hay que optar. Lo mejor sería no dormir. Todo es diferente entre el día y la noche. Cuando sale la luz todo explota, desde el canto de los pájaros, empezás a sentir ruidos, motos, autos, la gente llevando a los chicos al colegio, Av. Italia que empieza a tener mucho tráfico; ahí es cuando me voy a dormir”.
Uno de los eventos culturales más importante del año ha sido la muestra de Pablo Picasso en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV), muestra a la que asistió por invitación de la Dirección del Museo antes que abriera para el público. “Me invitó Aguerre especialmente para que pudiera ir a verla solo. Veo pedacitos de una obra de él y me dan ganas de ir a pintar. Tiene ese contagio, porque no basta con ser bueno, no basta con ser genial, tiene que movilizar, te tienen que dar ganas de pintar. Y Picasso tiene eso: entusiasma a los demás, y con el paso del tiempo aún más. Fue impresionante, trajeron una muestra sintética pero muy completa. Fue un esfuerzo muy importante y con acierto, porque hay que llamar la atención sobre lo que uno hace, eso repercute y se valora más la pintura porque está al alcance de todos. Es impresionante como un pintor de estos moviliza, el arte en general es una apetencia del hombre, que no es práctica pero pareciera que fuese necesaria” relata sobre su experiencia en el MNAV.
En 2015 ese mismo Museo Nacional de Artes Visuales albergó “Pintar es soñar”, una de las muestras más grandes presentadas en Uruguay con la curaduría especial de José Jiménez. “Fue grande en tamaño, la primera que usó todos los espacios del museo. Y si me hubieran dado cinco museos más los llenaba también. He trabajado tanto en todos los años que tengo, que creo que no pasó un día sin que estuviera sin pintar.
En verano no voy ni un día a la playa, no salgo, no voy a reuniones; el único programa que me gusta es pintar. Es insustituible. A veces pienso ¿qué me podría gustar? Y me respondo: “volver a jugar al fútbol, eso es lo único comparable a la alegría que me da pintar”, dicho por un hincha de Nacional por herencia.

Orígenes vascos
“Los vascos como los gallegos y como casi todos los españoles son tenaces, empecinados, buscando una concreción; no son como nosotros, si te dicen que si es sí, si te dicen que no es no. No le dan vueltas a las cosas. Nosotros tenemos esa inf luencia de la psicología tal vez, en la que buscamos interpretar todo. Lo que más caracteriza a los pueblos de nuestros ancestros es el silencio, atribuible a la geografía, a veces con pocos kilómetros de distancia no se hablaban o hablaban diferente, habitando paisajes muy fríos o junto al mar. Además pareciera que el país vasco estuviera como fuera del mapa de España”, así resume sus raíces y su ascendencia vasca.
Admite que se hubiera quedado a vivir ahí, aunque de alguna forma es un modo de vida muy hermético. Si bien toda su familia está en el país vasco, una familia con una historia antigua y un arraigo importante a esas tierras, las costumbres son muy distintas. Cuenta que con su tío podían llegar a pasar toda la tarde mirando llover por una ventana y pronunciar una palabra cada media hora. “Esas costumbres te bajan las revoluciones, eso está bueno, pero también te pueden paralizar” reflexiona.
Quizá en parte debido a sus orígenes, es más bien una persona introvertida que aprovecha cada interacción para hacerse su propia imagen del mundo, y tal vez, plasmarla en el lienzo en un impulso de creación. “Siempre repaso las conversaciones, para mí la manera de entender no es en el momento, es cuando las recuerdo. La gente me produce un enorme impacto y una modificación, por eso también a veces pienso que me cuesta un poco interactuar, porque es demasiado.
Te encontrás en un día con 4 o 5 personas y todo es intenso. No sé abstraerme del momento. Ahora estamos acá conversando y yo me imagino un satélite, la tierra y dos figuritas. ¿Quién cuenta ahora?
No hay nadie más que nosotros; estos momentos son mi inspiración” resumiendo visualmente una escena de la vida cotidiana de una forma que delata cuán importante es su percepción para concebir su arte.

La escultura y los elefantes
No trabaja con barro u otros materiales más pesados. Suele utilizar cartón corrugado. Muebles, mesas y un sillón son parte de su acervo escultórico. Después les va añadiendo cosas, soldaditos viejos y otros elementos. “Hice un mueble que nombré ‘Los jubilados’ porque jubilé todos los muñecos que al ponerlos adentro y fijarlos, dejaron de ser los protagonistas. A los otros los manoseo, interactúan conmigo. Los personajes, los elefantitos, los tigres y los leones están en mí entorno, aunque pueda ser medio infantil”, comenta el artista.
Con materiales no tiene limitaciones. Confiesa tener un ritmo y una velocidad que no cambia. Esto hace que la escultura sea muy similar a su forma de pintar. Refiriéndose a su técnica, nos cuenta que usa la trincheta en un cartón corrugado que también se desliza, “y no tengo que hacer fuerza. Yo veo los escultores que tienen unos físicos, una fuerza, y su trabajo es a base de meter lomo. Son realmente artesanos o albañiles y las cosas que llegan a hacer son todas a base de fuerza. Yo no tengo esa característica, básicamente soy suavecito. No me gusta hacer fuerza, me manejo mejor con un cartón corrugado y una trincheta”.
Entre los objetos que destacan en su entorno están los elefantes.
Iturria tiene una fascinación bastante conocida por ese animal, que incluso ha sido inspiración para piezas de diseño. “Es muy simple lo de los elefantes, después con el tiempo le vas agregando cosas como la historia o la simbología. Yo no me sentí atraído por eso, sino porque me producían un efecto surrealista. Es un animal único por su tamaño y sus características, que en su forma de moverse se ayuda con la trompa.
Es inexplicable que coma pasto, ¿cómo puede comer pasto una bestia de esas?, ¿cuánto tiene que comer?”, son algunas de las preguntas que se hace sobre este animal que desde niño le ha fascinado. “Además tiene una tremenda memoria, mantiene su pareja toda la vida, va a ver a sus muertos y acaricia con su trompa sus restos”, comenta refiriéndose a su forma de socializar que es otro aspecto que le produce una gran curiosidad.
La fascinación por estos grandes mamíferos comenzó básicamente con visitas al zoológico. Fue después de esos encuentros que los empezó a incluir en sus cuadros. De ahí en más vino la construcción desde la simbología, pero como conocimiento; por ejemplo su relación con la abundancia para algunas culturas. Y se retrotrae en el tiempo para recordar que el elefante tenía un gran protagonismo en las revistas de Tarzán que veía en su niñez. “En el diario El Día había un suplemento los domingos, que contaba historias de Tarzán con el mono, las lianas y el elefante que estaba siempre presente, incluso como medio de transporte”. En su imaginario, el elefante remite al inicio de todo “muy paleolítico, es como conectar con un mundo muy primario”, agrega.

 

Las residencias: convivir con la pintura
Las convivencias con Ignacio Iturria, ya sea en el campo que la familia tiene en Rosario, Colonia, u otras instancias organizadas en diferentes lugares, son parte de la formación en Casablanca. “Lo que hago es dejar que me acompañen y vivan a mi ritmo. Esas convivencias pueden ser en el campo en Rosario, en Miami o Santo Domingo. La primera que hice convocando a artistas fue en El Salvador, en el lago Coatepeque, en una casa inmensa en medio de la selva. Los primeros pintores eran participantes de un concurso al que fui de jurado, y después venían de todas partes de El Salvador, porque se habían enterado que estábamos ahí. Fue como una peregrinación, incluso salió en el diario con un titular que decía: “Un elefante blanco en la selva de Coatepeque”. En esas instancias se genera ese clima de que no hay día, no hay mañana, no hay noche, sino energía. De repente te dormís y cuando despertás a las 4 de la mañana, uno está pintando, otro leyendo. No sabes nada de la vida personal de ellos, eso es muy importante. Si tiene hijos, no tiene, no me entero, porque eso no es lo importante.Ahí nos une la pintura y nos unen las conversaciones, y por supuesto, seguir mi ritmo”. Hay gente que repite esta experiencia, “siempre he tenido compinches” cuenta, observando que se les hace más cercano, y como todo es espontáneo y se da naturalmente, él como maestro no necesita forzar un aprendizaje.
En Uruguay concurren los alumnos de Casablanca, en El Salvador fue un poco diferente “y Miami fue un caso particular, porque llegaban las 7 de la mañana y algunos decían que había que ir a dormir, y no, nos íbamos todos libreta en mano a tomar café a Starbucks y dibujar. Uno de los participantes de esa experiencia regresó a Montevideo todo el viaje llorando. No había pensado que podía convivir de esa forma y sentirse tan protegido, querido, con los demás interesados por lo que estaba haciendo”. En general, en todos los grupos se da una enorme generosidad, sin individualismos, “trato de no ser líder ahí” aclara. Participa gente de todas las edades, en general mayores de edad, salvo por una anécdota en particular donde una alumna llevó a Pedrito, su nene, que aprendió a caminar estando en la residencia. “Incluso hay una foto en la que estoy pintando y el nene está sentado debajo de mí. Le podía caer pintura pero el loco copado y a la madre no le importaba nada que se ensuciara. Un día se pone a caminar, no se olvidan nunca más de él, todos estaban pendientes del niño; Pedro seguramente no lo recuerde, pero eso pasó en una residencia en Miami. Así que hemos tenido asistentes de menos de un año a 70 años”. Esas son oportunidades de mostrar que todo el mundo tiene valor, “porque la pintura permite eso” comenta el maestro, añadiendo que “el arte permite sacar lo que no se ve”.

Los estudiantes de Casablanca
En Casablanca y en la Fundación Iturria como academia todos los días hay talleres y clases en distintos horarios y con diferentes grupos. “Mientras estoy en Montevideo, casi todas las veces voy a las clases. Hay dos talleres que siempre estuvieron, los de Mariana Olaso y Diego Píriz, que son quienes llevan adelante los grupos de pintura. Yo caigo a romperles la cabeza un poco y a incentivarlos a que elijan el camino del arte como forma de vida, convencido de que es tremenda vida”, sentencia el maestro.
Para quienes asisten a los talleres de pintura, la propia mística del lugar y los métodos de los maestros ya configuran por sí mismos una experiencia única. A modo de ejemplo, Iturría nos cuenta de un grupo de señoras casadas. “Creo que a los cuatro meses yo sabía más de ellas que sus propios maridos. Porque la pintura es como una radiografía de quien pinta: presumida, pretenciosa, muestra los miedos y las inseguridades. El arte te delata”, dice ref lexivamente el pintor. “En general, me ha pasado que los hombres son mucho más simples para entender lo que les digo. Les indico una cosa y la hacen, con las chicas es una discusión tras otra en cada indicación”, relata en base a su experiencia como maestro de arte.
Muchas personas han pasado por estas instalaciones. Uno de ellos fue un chico que vive ahora en España. Llegó con todo lo que había pintado en cartones y al salir los tiró en una volqueta. “Todo lo que hizo fue anotarse diez frases que tomó como sus diez mandamientos, y se los mostró a Claudia en Cadaqués”. Con esa orientación, sin dudarlo, y poniéndolo en práctica, empezó a pintar de nuevo. “Es que si das un conocimiento y la persona que lo recibe lo pone en duda, no sirve para nada. Yo siempre busqué un maestro: primero fue mi padre, después Ramos -y eran palabra santa para mí- nunca me puse a discutir. Todo lo que yo trasmito son cosas que las vi repetirse cincuenta veces. Eso es lo bueno que tiene la experiencia, vos no estás hablando por hablar, estás trasmitiendo lo que viviste”.

 

 

Vivir para el arte
Seguramente cualquiera de nuestros lectores ha vivido en carne propia o ha experimentado muy de cerca esa sentencia popular de que el arte no es un medio de vida. Ignacio Iturria hasta se irrita cuando uno le plantea esa hipótesis ampliamente difundida. “Vos podés vivir hasta teniendo un carrito en la calle y terminar con cuatro carritos. No hay nada imposible. Si entras en el arte con esa pregunta, déjalo”, concluye.
Para Iturria el arte es como un don, algo que se te pone en el camino y podés aceptarlo o no. Pero si lo aceptas realmente tiene que ser con entusiasmo, con fuerza y meterle todo. “Yo siempre digo, te van a golpear, vos trabaja y trabaja, rómpete la cabeza. Y a muchos les ha pasado que han seguido, seguido y las circunstancias favorables han aparecido”. A él mismo en Cadaqués, un vecino le golpeaba la ventana en un invierno frío cuando recién habían llegado, y le decía “pintor, pintor, ¿el cuadro aquel que tenías rojo lo vendiste?”. El tipo entró, le vendí el cuadro y me pasó las pesetas por la ventana. Más gráfico que eso, imposible”.
Para refutar esta creencia de que el arte no es un trabajo, argumenta y describe con pasión y entusiasmo como es la vida de un artista. “Hay que sacarse de la cabeza la idea de que es imposible porque aparte un pintor fíjate lo que necesita: techo, un soporte, un palo con un pelito, alguna tinta, y si sos uruguayo agregale el mate y el termo. No necesitas más, porque son horas y horas que te pasas ahí. Si lo tomás desde ese punto de vista no necesitas nada. Yo no salgo de casa, no utilizo el auto, no utilizo nada; no preciso nada. Si no vas a ningún lado no necesitas ropa. No hay nada que necesites más que eso. ¿No se puede vivir del arte? Claro que se puede vivir de eso”.
Al tiempo que hablamos de la fama, del arte, de la música y las celebridades que llenan estadios, se queja del ruido que se produce en el taller de música de su hijo. Conversamos acerca de un mito urbano que de alguna forma es una constatación de lo que la fama puede hacer en el artista: el Club de los 27, una suerte de leyenda urbana que sigue creciendo con la muerte de músicos y artistas jóvenes que apenas tenían 27 años, por lo general casos relacionados con el abuso del alcohol y las drogas. Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, Kurt Cobain y más recientemente Amy Winehouse, integran esta lista maldita. Si bien Iturria no conocía en especial esta historia, ata cabos y recuerda que en el mundo de la pintura Jean Michel Basquiat y Keith Allen Haring corrieron con una suerte parecida, falleciendo muy jóvenes y en las cúspides de sus carreras. “Lo deben de haber pasado muy mal, no habrán sabido o podido soportar toda esa presión. No es necesario llegar a extremos, tenés la libertad de elegir un modo de vida”. Ser artista para Iturria no va de la mano con un pasatiempo o una actividad colateral. “Por la mitad no funciona, trabajo pero después pinto. Esto es full time: mañana, tarde y noche; es pensar desde ese punto de vista. El pintor lo que hace es desarrollar el ojo, incluso puede ser sordo o mudo. El resto de los sentidos no los necesita. Petrona Viera es un caso un poco así”, argumenta y confiesa que a él el ojo le dice muchísimo más que la palabra. “De hecho en una reunión por ejemplo, no presto tanta atención a lo que oigo, pongo más atención en los gestos, los movimientos y lo visual. Casi podría saber de qué se trata la charla si tuviera los oídos tapados. Claro que me importa lo que dicen, pero me dicen más cosas los gestos, todo lo que sea visual”. Iturria define al pintor como un voyeur de las cosas, como alguien que está metido en un rincón mirando lo que está pasando, sin intervenir directamente.

 

 

Lo que viene para el resto del año
Teniendo una vida tan intensa directamente en el taller, pareciera que son pocas las ocasiones en que Ignacio Iturria sale al mundo. Y la respuesta es sí y no al mismo tiempo. Aunque no se ocupa directamente de eso, se entera. La organización la hacen Claudia, su esposa, y sus hijos. Si bien él prefiere pintar en soledad, sus obras recorren el mundo y son aclamadas por públicos de diverso origen. “Tengo una exposición de vuelta en Santo Domingo, una actividad en Guayaquil, otra en Corea -que es la tercera vez que voy-, y después una feria en Beijing.
En algunos casos son exposiciones completas y en otros tenés que llevar cinco o seis cuadros”, comenta refiriéndose a los eventos para los que ha sido convocado tan solo en unos pocos meses. Hoy día hay muchas ferias de arte que son los lugares más visibles. “Hace poco con Silvia  Arrozés hicimos la feria de Lima” recuerda, dejando ver que siempre está salpicándose por el mundo. Para lo que queda del año, el evento más importante es el de Corea con una exposición de unos 30 cuadros.
Estando en Casablanca veíamos que estaba preparando unas obras para enviar a una instalación y que le preocupaba mucho que las cosas fueran en condiciones. Es muy detallista y se fija en todo. “Yo no sé si la gente ve las cosas que los pintores ven”. Señalando una de esas obras nos dice “a este cuadro le faltaba barniz que es muy importante, porque se habían bajado los colores oscuros. Si ves un cuadro, sin y con barniz decís: ¡cómo cambió!. Otro tema es que tiene que estar muy tensa la tela, si aparecen pliegues se pierde toda la magia, tiene que ser un tambor. La pintura tiene muchos detalles, yo soy muy de estar atento a eso, si puedo”. De hecho, Ricardo, un restaurador, trabaja con todos sus cuadros en un depósito inmenso cuidando de ellos. “A veces los cuadros sufren, cuando los desentelan y se vuelven a entelar, y yo confío mucho en esta persona que se ocupa de mi obra. Cuando son museos puedo mandar la tela sin sacar el bastidor, pero si no, hay que hacer rollos con las telas para trasladarlos, y los cuadros sufren mucho esos procesos”.
Finalizamos nuestro encuentro en el escritorio principal de Casablanca, ahora nos acompaña un cuadro que ocupa casi toda una pared con una gran profundidad que invita a relajarse, a perderse en las líneas y los conceptos con los que se da el diálogo con el espectador. Muchas de sus obras tienen ese poder de meterte en el cuadro. Este en particular es de una serie llamada “Inmigrantes”, y dialogando con esa pintura, en la misma habitación, está una obra que tiene como protagonista al puerto de Montevideo. “Estos cuadros son re yoruguas”, comenta, y hace ver algún que otro detalle, como un bichón escondido en uno de los vértices de la pintura. Completa las paredes de este estudio, una obra de Nacional, el club de fútbol. Dice Iturria que es su cuadro más famoso.
Tiene una reproducción en la sede del club y todo el mundo lo identifica, incluso gente que nunca fue a una exposición del artista. Cada vez que firman con un nuevo jugador sacan una foto en una oficina donde el cuadro está detrás, y su hijo recopila todos los suplementos y diarios en los  ue sale.
Recorrer los dominios de Ignacio Iturria ha sido una forma íntima de entender su arte, respirar su creatividad y su inspiración que fascinan a millones de personas por todo el mundo, convirtiéndolo en el máximo referente contemporáneo de las artes plásticas del Uruguay.

 

 

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